El individuo se limita en su propia mente,
marcando ante todo la división entre Yo y Tú. Se piensa en «unidades» sin
advertir que es un concepto aberrante. La unidad es la suma de todo lo que es y
no conoce nada fuera de sí. Si se divide la unidad, se forma la multiplicidad,
pero esta multiplicidad sigue siendo, a fin de cuentas, parte integrante de la
unidad.
Cuanto más se aísla un ego más pierde la
conciencia del todo de que él sólo es una parte. El ego concibe la ilusiòn de
poder hacer algo «por sí solo». Pero el verdadero aislamiento del resto del
universo no existe. Es algo que sólo puede imaginar nuestro Yo. En la medida en
que el Yo se aísla, el ser humano pierde la «religión», la trabazón con el
principio del Ser. Después el Ego trata de satisfacer sus necesidades y nos
traza el camino a seguir. Al Yo le resulta grato todo aquello que favorece la
separación, que sirve a la diferenciación, porque con cada acentuación de los
límites se percibe más claramente a sí mismo. El Ego sólo tiene miedo de la
unión con el todo, porque eso presupone su muerte. El Ego defiende su
existencia con ahínco, con inteligencia y buenos argumentos, utilizando las
teorías más sacrosantas y los propòsitos más nobles, cualquier cosa con tal de
sobrevivir.
Y así se crean objetivos que no son tales
objetivos. El progreso como objetivo es absurdo, ya que no tiene punto final.
Un objetivo auténtico sólo puede consistir en una transformación del estado
anterior, pero no en la simple continuación de algo que ya existe. Nosotros,
los humanos, estamos en la polaridad, ¿de qué nos sirve un objetivo que sólo
sea polar?
Ahora bien, si el objetivo es la «unidad», ello significa una
cualidad del Ser totalmente diferente de la que experimentamos en la polaridad.
Al individuo que está en la cárcel no se le motiva proponiéndole otra cárcel,
aunque ésta sea un poco más cómoda; pero la libertad es un paso
cualitativamente mucho más importante. Ahora bien, el objetivo de la «unidad»
sólo puede alcanzarse sacrificando el Yo, porque mientras haya un Yo habrá un
Tú y seguiremos en la polaridad. Para «renacer en espíritu» antes hay que morir
y esta muerte afecta al Yo.
Rumi, el místico islámico, condensa graciosamente
el tema en este cuento:
«Un
hombre llamó a la puerta de la amada. Una voz preguntó: "¿Quién es?"
"Soy yo", respondió él. Y la voz dijo: "Aquí no hay sitio
suficiente para mí y para ti" Y la puerta siguió cerrada. Al cabo de un
año de soledad y añoranza, el hombre volvió a llamar a la puerta. Una voz
preguntó desde dentro: "¿Quién es?" "Eres tú", respondió el
hombre. Y la puerta se abrió.»
Mientras nuestro Yo luche por la vida
eterna, seguiremos fracasando como la célula del cáncer. La célula del cáncer
se diferencia de la célula corporal por la sobrevaloración de su Ego. En la
célula, el núcleo hace las veces de cerebro. En la célula cancerosa, el núcleo
adquiere más y más importancia y, por lo tanto, aumenta de tamaño (el cáncer se
diagnostica también por la alteración morfológica del núcleo de la célula).
Esta alteración del núcleo equivale a la hiperacentuación del pensamiento
cerebral egocéntrico que marca nuestra época. La célula cancerosa busca su vida
eterna en la proliferación y expansión material. Ni el cáncer ni el ser humano
han comprendido todavía que buscan en la materia algo que no está ahí, la vida.
Se confunde el contenido con la forma y con la multiplicación de la forma, se
trata de conseguir el codiciado contenido. Pero ya Jesús advirtió: «El que
quiera conservar la vida la perderá.»
Por lo tanto, todas las escuelas
iniciáticas enseñan desde tiempo inmemorial el camino opuesto: sacrificar la
forma para recibir el contenido o, en otras palabras: el Yo debe morir para que
podamos volver a nacer en el Ser. Desde luego el Ser no es mi ser, sino el Ser.
Es el punto central que está en todo. El Ser no posee un ser diferenciado,
puesto que abarca todo lo que es. Y por fin aquí huelga la pregunta: «¿Yo o los
otros?» El ser no reconoce a otro, porque es todo uno. Este objetivo,
naturalmente, resulta peligroso para el Ego y poco atractivo. Por ello no
debemos admirarnos que el Ego haga todo lo que puede por cambiar este objetivo
de la unión con el todo por el objetivo de un Ego grande, fuerte, sabio e
iluminado.
La mayoría de los peregrinos, tanto los que siguen el camino
esotérico como los que eligen el religioso, fracasan porque tratan de alcanzar
con su Yo el objetivo de la salvación o la iluminación. Muy pocos son los que
comprenden que su Yo, con el que aún se identifican, nunca puede ser iluminado
ni redimido.
El objetivo supremo exige siempre
Sacrificio del Yo, la Muerte del Ego. Nosotros no podemos redimir nuestro Yo,
sólo podemos desprendernos de él y entonces estamos salvados. El miedo que en
este momento suele sentirse a no ser en adelante, sólo confirma lo mucho que
nos identificamos con nuestro Yo y lo poco que sabemos de nuestro Ser. Y
precisamente aquí está la posibilidad de solución de nuestro problema con el
cáncer. Cuando al fin, lenta y gradualmente, aprendemos a cuestionarnos nuestra
obsesión por el Yo y nuestro afán de diferenciarnos, y nos decidimos a
abrirnos, empezamos a vivir como parte del todo y también a asumir
responsabilidad por el todo. Entonces comprendemos que el bien del todo y
nuestro bien son el mismo porque nosotros somos uno con todo (pars pro toto).
También cada célula recibe toda la información genética del organismo. ¡Ella
sólo debe comprender que, en realidad, ella es el Todo! «Microcosmos =
Macrocosmos», nos enseña la filosofía hermética.
El vicio mental reside en la diferenciación
entre Yo y Tú. Así se crea la ilusión de que uno puede sobrevivir como Yo
sacrificando al Tú y utilizándolo como suelo nutricio. En realidad, la suerte
del Yo y del Tú, de la Parte y el Todo, no puede separarse. La muerte que la
célula cancerosa produce en el organismo es también su propia muerte, del mismo
modo que, por ejemplo, la muerte del medio ambiente trae consigo nuestra propia
muerte.
Extracto del libro “La enfermedad como
camino”- Thorwald Dethlefsen y Rudiger Dahlke