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miércoles, 14 de marzo de 2012

LA CONCIENCIA DEL TODO






El individuo se limita en su propia mente, marcando ante todo la división entre Yo y Tú. Se piensa en «unidades» sin advertir que es un concepto aberrante. La unidad es la suma de todo lo que es y no conoce nada fuera de sí. Si se divide la unidad, se forma la multiplicidad, pero esta multiplicidad sigue siendo, a fin de cuentas, parte integrante de la unidad.

Cuanto más se aísla un ego más pierde la conciencia del todo de que él sólo es una parte. El ego concibe la ilusiòn de poder hacer algo «por sí solo». Pero el verdadero aislamiento del resto del universo no existe. Es algo que sólo puede imaginar nuestro Yo. En la medida en que el Yo se aísla, el ser humano pierde la «religión», la trabazón con el principio del Ser. Después el Ego trata de satisfacer sus necesidades y nos traza el camino a seguir. Al Yo le resulta grato todo aquello que favorece la separación, que sirve a la diferenciación, porque con cada acentuación de los límites se percibe más claramente a sí mismo. El Ego sólo tiene miedo de la unión con el todo, porque eso presupone su muerte. El Ego defiende su existencia con ahínco, con inteligencia y buenos argumentos, utilizando las teorías más sacrosantas y los propòsitos más nobles, cualquier cosa con tal de sobrevivir.

Y así se crean objetivos que no son tales objetivos. El progreso como objetivo es absurdo, ya que no tiene punto final. Un objetivo auténtico sólo puede consistir en una transformación del estado anterior, pero no en la simple continuación de algo que ya existe. Nosotros, los humanos, estamos en la polaridad, ¿de qué nos sirve un objetivo que sólo sea polar? 

Ahora bien, si el objetivo es la «unidad», ello significa una cualidad del Ser totalmente diferente de la que experimentamos en la polaridad. Al individuo que está en la cárcel no se le motiva proponiéndole otra cárcel, aunque ésta sea un poco más cómoda; pero la libertad es un paso cualitativamente mucho más importante. Ahora bien, el objetivo de la «unidad» sólo puede alcanzarse sacrificando el Yo, porque mientras haya un Yo habrá un Tú y seguiremos en la polaridad. Para «renacer en espíritu» antes hay que morir y esta muerte afecta al Yo. 

Rumi, el místico islámico, condensa graciosamente el tema en este cuento:

«Un hombre llamó a la puerta de la amada. Una voz preguntó: "¿Quién es?" "Soy yo", respondió él. Y la voz dijo: "Aquí no hay sitio suficiente para mí y para ti" Y la puerta siguió cerrada. Al cabo de un año de soledad y añoranza, el hombre volvió a llamar a la puerta. Una voz preguntó desde dentro: "¿Quién es?" "Eres tú", respondió el hombre. Y la puerta se abrió.»


Mientras nuestro Yo luche por la vida eterna, seguiremos fracasando como la célula del cáncer. La célula del cáncer se diferencia de la célula corporal por la sobrevaloración de su Ego. En la célula, el núcleo hace las veces de cerebro. En la célula cancerosa, el núcleo adquiere más y más importancia y, por lo tanto, aumenta de tamaño (el cáncer se diagnostica también por la alteración morfológica del núcleo de la célula). Esta alteración del núcleo equivale a la hiperacentuación del pensamiento cerebral egocéntrico que marca nuestra época. La célula cancerosa busca su vida eterna en la proliferación y expansión material. Ni el cáncer ni el ser humano han comprendido todavía que buscan en la materia algo que no está ahí, la vida. Se confunde el contenido con la forma y con la multiplicación de la forma, se trata de conseguir el codiciado contenido. Pero ya Jesús advirtió: «El que quiera conservar la vida la perderá.»

Por lo tanto, todas las escuelas iniciáticas enseñan desde tiempo inmemorial el camino opuesto: sacrificar la forma para recibir el contenido o, en otras palabras: el Yo debe morir para que podamos volver a nacer en el Ser. Desde luego el Ser no es mi ser, sino el Ser. Es el punto central que está en todo. El Ser no posee un ser diferenciado, puesto que abarca todo lo que es. Y por fin aquí huelga la pregunta: «¿Yo o los otros?» El ser no reconoce a otro, porque es todo uno. Este objetivo, naturalmente, resulta peligroso para el Ego y poco atractivo. Por ello no debemos admirarnos que el Ego haga todo lo que puede por cambiar este objetivo de la unión con el todo por el objetivo de un Ego grande, fuerte, sabio e iluminado. 

La mayoría de los peregrinos, tanto los que siguen el camino esotérico como los que eligen el religioso, fracasan porque tratan de alcanzar con su Yo el objetivo de la salvación o la iluminación. Muy pocos son los que comprenden que su Yo, con el que aún se identifican, nunca puede ser iluminado ni redimido.

El objetivo supremo exige siempre Sacrificio del Yo, la Muerte del Ego. Nosotros no podemos redimir nuestro Yo, sólo podemos desprendernos de él y entonces estamos salvados. El miedo que en este momento suele sentirse a no ser en adelante, sólo confirma lo mucho que nos identificamos con nuestro Yo y lo poco que sabemos de nuestro Ser. Y precisamente aquí está la posibilidad de solución de nuestro problema con el cáncer. Cuando al fin, lenta y gradualmente, aprendemos a cuestionarnos nuestra obsesión por el Yo y nuestro afán de diferenciarnos, y nos decidimos a abrirnos, empezamos a vivir como parte del todo y también a asumir responsabilidad por el todo. Entonces comprendemos que el bien del todo y nuestro bien son el mismo porque nosotros somos uno con todo (pars pro toto). También cada célula recibe toda la información genética del organismo. ¡Ella sólo debe comprender que, en realidad, ella es el Todo! «Microcosmos = Macrocosmos», nos enseña la filosofía hermética.

El vicio mental reside en la diferenciación entre Yo y Tú. Así se crea la ilusión de que uno puede sobrevivir como Yo sacrificando al Tú y utilizándolo como suelo nutricio. En realidad, la suerte del Yo y del Tú, de la Parte y el Todo, no puede separarse. La muerte que la célula cancerosa produce en el organismo es también su propia muerte, del mismo modo que, por ejemplo, la muerte del medio ambiente trae consigo nuestra propia muerte.

Extracto del libro “La enfermedad como camino”- Thorwald Dethlefsen y Rudiger Dahlke